¡Hola a todos!

En plena resaca de San Valentín, necesito sincerarme. Mientras bebo a sorbos la mañana y deambulo por casa, pienso en todas aquellas personas que no sólo pasaron por mi vida, sino que la sacudieron en un momento de ella.

Mi primer amor fue a los cinco años. Me «calé» hasta los huesitos por Mike, mi profesor de natación, el hombre en jarras y abdomen relajado que aparece en la foto y que comparte rasgos con José María Aznar y piel con un cangrejo. Consiguió hacer de mí una sirenita de rizos rubios, varada, ahora que hace años que no me calzo un gorro de silicona en la cabeza para observar las rayas del techo pasar nadando a espalda. Dicen mis padres que ponía tantas ganas que habría podido convertirme en la socorrista más joven del Stadium Venecia de Zaragoza y que acababa tan agotada que comía pistachos como si no hubiera un mañana. El hizo de mí un ser con branquias, en vez de bronquios.

Jorge era un chico castaño, de incontables pecas y expresivos ojos marrones que veraneaba todos los años en Salou, como yo. Conforme se sucedían los meses de calor y nos estirábamos como el pegamento, el chico con el que jugaba a zurrarme, lo que me golpeaba era el corazón. Me recuerdo morena, antes de perder la melanina para siempre a la vez que el culo por ese niño. Y no pongo foto, pues vergüenza me daría que se enterara de esto años después. Bailé con él, me lastimé las rodillas jugando a alcanzar olas y, pese a que jamás nos dimos un beso, esa etapa olía a cosas nuevas, a mar, a salchichas de Frankfurt y helados de vainilla.

Siempre he pensado que los besos que les di a otros (el primero, atropellado, a los 13 años) fueron invisibles la mayoría de las veces, como el vaho de mis pruebas en los espejos; esas caricias ajenas solo eran demos para que con Sergio fueran perfectos.

Con ÉL sufrí el vértigo que supone encontrar de verdad el amor.

Dicen que no existe el flechazo, pero eso es mentira.

Le vi por primera vez en el pasillo del instituto con una mochila que todavía conservo, al hombro. Rubio, impenetrable y muy seguro de sí mismo. Y no recuerdo ya nada ese año que no buscara descifrar su mirada azul o provocarle con insultos de los que no se sienten y acercan.

Y aunque pensé que era un completo imbécil el día en el que coincidimos en una clase de gimnasia y debía sujetarme los tobillos mientras contaba mis abdominales sin sumar uno solo, yo no recuerdo ni libros de texto, ni a mis amigas de entonces, ni quién era yo. Únicamente lo recuerdo a él jugando a fútbol, su mirada esquiva y lo lento que sucedió todo hasta que ocurrió lo inevitable.

Hasta hoy. Más de una década después, pese a que mi padre aventuró que duraríamos apenas tres meses.

Y aunque unos ojos grises existan en otro lado del mundo y se cuelen en las páginas de mis novelas. Tú siempre serás ÉL: el esquivo chico rubio del pasillo del instituto.

Avec tout mon amour,

AA